Un paso estrecho y ensombrecido surca el trayecto. Maniobro la balsa para agilizar el paso, y recuerdo que muchos escritores temen a la muerte; aún más les asusta el olvido, por eso escriben y publican. Otros ya son conscientes de lo complejo que es tratar de detener la marcha inevitable. Esas parecen ser las más robustas de las intenciones de varios de los autores del poemario. Uno de ellos confiesa: «El tiempo se posó/ suavemente en mis manos/como si tomara un cristal/quise depositarlo/en el cofre más preciado, /pero que va, /colapsó y me salpicó de años». En la otra orilla me tropiezo con unos versos revestidos de ansiedad y desesperación. Son unos textos que evocan apesadumbrados momentos que los autores han padecido o presenciado, pero a pesar de todas esas atmosferas, los poetas no desfallecen y le siguen apostando a la esperanza: «…esperando que llegue por fin/ El último y robusto de todos los siempre/que montado en su caballo galopante/traiga consigo el paraíso del tiempo».Y continuo el itinerario. Varios peces intentan darle mordiscos a algunas de las palabras que acompañan mi balsa, pero renuncian a su bocado. Han percibido en ellas el eterno oxígeno que las une, y se transforman en textos líricos que hacen apuestas estéticas, posibilitando el encuentro entre el creador y sus enigmas; entre el verso y las complejidades de su yo. Palabra y memoria; rebeldía y reclamo: «…toqué las cosas y me prohibieron acariciarlas/me enseñaron a dormir cuando apenas despertaba/me dijeron que el agua del mar era salada/pero no dejaron nunca/que saboreara la salinidad de mis lágrimas».