El autor nos guía por los callejones más oscuros de las ciudades ausentes que habitan su memoria, templos de anchas y empinadas paredes con una sola puerta que traspasar; un solo paso entre ausencia y presencia, ciudades reinventadas donde suele darles rostro a sus personajes, enmascararlos, devolverles el aliento o dolerse de sus tragedias; deambula con ellos si lo merecen. Él mismo, a veces, se reconoce entre los moribundos y se narra con la suficiente distancia que va de lo ficcional a lo onírico o se burla de los vivos que intentan resistirse a partir. Breton no hubiese dudado un solo instante en reconocer en él un avezado alumno, fundamentalmente por su exacerbado humor negro. Un escritor de mentira es, definitivamente, la puesta en escena de la intimidad, el templo de todos, la angustiosa tragedia – parafraseando al ciego de Buenos Aires- de ser alguien y la obligación de cargar con el peso del universo.
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