El Erotismo Como Nostalgia.

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Comenzaré por referirme al cuerpo como un territorio semiótico con pliegues y opacidades, dispuesto a ser recorrido, indagado, tatuado, lacerado, visto, penetrado, entre tantas otras formas que adquiere su semiosis. Limitado en tanto responde a los propios límites de la cultura; ilimitado en tanto cuerpo trascendido en su corporeidad cultural y transgredida en su espacialidad y puesta en escena bajo las premisas de un discurso sexual desterritorializado y reterritorializado al tenor de una infinitud de prácticas inteligibles que convergen y realizan en un territorio otro, no innato e inherente. En tal sentido, el cuerpo desborda los niveles impuestos desde la centralidad cultural y se coloca en una periferia en donde el “sujeto se encuentra situado en una topografía social constituida por redes proxémicas que definen respectivamente el rango de lugares y discursos probables, posibles, improbables e imposibles que podrá o no ocupar y desplegar en distintos momentos de su vida” (Mandoki, 2010:53).

El performance que transita del deseo de ver y de ser visto como cuerpo sensible, sujeto de deseo, estéticamente bello, de manos como teas descorriendo el velo de las sombras, hasta la contemplación o entrada al templo en busca de lo sublime, esto es, del olvido de la piel y el encuentro con las formas de los sentidos; la Magdalena de Tintoretto glorificándose en las turgencias de sus senos firmes y erectos, su cabello intentando ocultar su torso aun presa del aroma de su último encuentro y la mirada puesta en la ruta del esposo divino constituyen la cadena de isotopías que, concatenadas,  construyen el territorio de lo erótico, el exacto lugar donde, según José Luis Trueba:

El deseo muerde la carne y nos obliga a la tensión absoluta. El deseo, cuando amenaza con devorarnos nos entrega a los vórtices que nos desgarran y nos atrapan para obligarnos a decidir ante una acción que se bifurca en senderos irreconciliables: la norma y la perversión, el discurso y la carne, la moral y el placer sin límites (Trueba, 2014: VII).

La acción que nos lanza al vacío, al otro lado de las formas reconocidas, de la palabra obscena, del cuerpo transfigurado, también establece un dialogo en la oscuridad entre Eros y Tánatos. La proximidad de la muerte, cuando la vida quema sus naves para evitar su propia deserción, es también la puesta en juego de la exacerbación de las emociones y las pasiones en las márgenes de la atemporalidad. Paralela a la tensión evidenciada dentro de la centralidad del territorio del cuerpo como espacio semiótico se establece otro espacio de correspondencia entre el cuerpo erótico como expresión simbólica y el cuerpo como realidad física experiencial, consciente de su decadencia y cercano a la muerte.

En la literatura del siglo XVIII Y XIX, fundamentalmente, encontramos una aproximación a las márgenes de los espacios intrasubjetivos donde anidan dichas tensiones y se produce la semiosis que construye el relato ficcional en diversas y fantásticas direcciones, los cuales convergen en el mundo del lector, en su tamiz interior, produciéndose la emergencia de discursos que resuelven sus premisas en el mismo universo al cual se indaga. El Marqués de Sade es, tal vez, el mayor referente de la literatura lubrica, fabricada en el perímetro de la piel, incluso, representa, no solo esa vertiente, sino también la relación del cuerpo como sujeto de una práctica que transciende lo erótico y se coloca en los dominios de lo subversivo trascendente. El sueño de libertad del Marqués es, por antonomasia, libertad del cuerpo. El discurso del cuerpo revelado logra, con los espacios resignificados, la filigrana simbólica que deviene en metáfora de la acción estética:

Al punto el cielo se oscurece, el relámpago surca la nube, torbellinos mezclados de ceniza y asfalto se precipitan del seno de la montaña y vuelven a caer serpenteando sobre las edificaciones de la ciudad…las lavas se entreabren…arroyos de fuego corren por todas las calles…el trueno se deja oír…la tierra tiembla…las llamas vomitadas por el volcán con una impetuosidad mil veces mayor se unen al fuego del cielo y a las sacudidas de la tierra, queman, destruyen, derriban los edificios  de aquella soberbia ciudad que se ve abismarse por todas partes… (Sade, 2014:97).

(…) Vamos a ver su genio del fuego…sí, sí, haga que me disipe con algunas llamas extrañas…las mías bien podrían obligarme a cometer alguna locura de la que quizá, pese a toda su galantería, tuviera un día que arrepentirme… (93-94).

En este fragmento: “La doble prueba”, extraído del libro “Los crímenes del amor”, Sade hace gala del empleo de la Instalación de lo mágico como forma dramatúrgica de la seducción a dos mujeres a quienes pretende probar en sus valores morales y éticos teniendo como telón de fondo el fuego en aras de la  búsqueda de sentido. El experimento que el duque de Ceilcour hizo a la baronesa Dolsé y a la condesa Nelmours con el objeto de elegir a quien desposar, aunque al final, cuando este finge haber quedado en ruinas, comprende que el verdadero amor se halla en la joven Dolsé quien le ofreció parte de su pecunia y reservó su amor y el fuego para él con tanta intensidad que cuando el duque fue en su búsqueda, ella lo recibió consumida por el deseo y reducida a cenizas, con la sorpresa de haberse enterado de su juego macabro, entonces se despidió de él y de la vida. La sorpresa, de todos modos, consistió en que Sade recurre a cierto juego ambivalente en el cual se impone una especie de cerco moral. En este sentido, Trueba plantea que:

En efecto, deseamos ser carne impoluta que se entrega al placer sin restricciones, sin ataduras, sin reglas ni normas; pero también – en ese mismo instante- descubrimos que nosotros somos mucho más que músculos  y lubricidad, que algo nos impide romper las ataduras, las reglas, los tabúes que nos conminan a obedecer lo que está mandado y que muchas veces no fue pronunciado. Y, al final, esta disyuntiva casi siempre se resuelve a favor de la restricción, del orden y lo mandado; la carne impoluta es derrotada y se transforma en sueño, en deseo nunca alcanzado (Trueba, 2014: VII- VIII).

El duelo entre Eros y Tánatos se resuelve, en “La doble prueba”, con la muerte como escape exacerbado del deseo; naturalmente, la posesión de un título nobiliario condiciona los deseos de la baronesa a las restricciones morales de la sociedad parisina. Gozar los placeres del cuerpo implica colocarse en la periferia de la centralidad cultural, desequilibrio mental, rebelión contra el orden establecido.

Occidente, sin duda alguna, sistematizó el erotismo, estableció límites, restricciones y encorsetó su práctica en el marco de su invención más sublime: el amor; incluso delimitó las formas de sentir desde lo femenino o lo masculino. Guilles Lipovetsky, desde su extremada racionalidad, considera que: “Jamás creación poética logró transformar de manera tan profunda la sensibilidad, los modales, las relaciones entre hombres y mujeres como la invención occidental del amor” (Lipovetsky, 2013:15). En este sentido, la novela como invención de Occidente ha puesto todos sus recursos creativos, oníricos y ficcionales para construir, desde el relato, un mundo revelado en metáfora, entendiendo esta como “como el proceso retórico por el que el discurso libera el poder que tienen ciertas ficciones de redescribir la realidad” (Ricoeur, 2001: 13).

Y desde dónde se redescribe la realidad de la carne liberada si Roland Barthes (1987) nos dice que “la escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe” (65). Pero el sujeto diluido, permanece en el relato y debe su existencia al relato y es objetivado en la semiosis del mismo. De hecho, es posible reconocer la Francia de Flaubert y su mundo simbólico: “Madame Bovari” o la “Vanina Vanini” de Sthendhal, debatiéndose entre el amor por el carbonario y su sujeción a las normas, y hasta el frio de la hoja del metal penetrando muy hondo el palpitante corazón de la amada. Indudablemente, sin el maniqueísmo sociológico, la contemporaneidad recupera al sujeto como un pequeño dios creador, capaz de construir discursos estéticos.

No podría imaginarse, entonces, “Cien años de soledad” sin contar con el mundo primordial de García Márquez y él mismo como sujeto sensible reviviendo y haciéndonos vivir, a través de la nostalgia, un mundo ido para siempre (Hernández, 2013:50). Imposible resultaría también separar a Alfred Musset de la libertad que le producen las mujeres “libertinas” de París, quienes eran tratadas por los defensores de la moral pública como lesbianas en el marco de lo que ellos denominaban hipersexualidad, y que, además encarnaba una mirada excluyente hacia las mujeres marginadas (Trueba, 2014: 129). Ese Musset que desde su condición de varón hace volar sus propias “perversiones” por los mundos pervertidos de la bella “Gamiani”: “Me imaginaba a la condesa desnuda, en los brazos de otra mujer, la melena suelta, jadeante, abatida, atormentada por un placer abortado” (Musset, 2014:130). La denominación: “placer abortado”, responde a la reafirmación de su varonilidad y a su deseo de poseer a la Gamiani con el objeto de proporcionarle la “realización” de sus deseos desbordados que, supuestamente, solo es posible con la intervención del sujeto que actúa como narrador omnisciente y quien entrado en el mayor frenesí salió de su otero voyerista para cabalgar a Fanny, la que minutos antes había sido cabalgada por Gamiani, pero:

Alertada por nuestros gritos, por nuestros suspiros, transportada por el furor y el deseo, se había lanzado sobre mí para arrancarme de los brazos de su amiga. Sus manos me apretaban con fuerza, sus dedos surcaban mi carne, sus dientes me mordían. Ese contacto de dos cuerpos sudorosos de placer, ardientes de lujuria, me excitaba, redoblaba mis deseos.

El fuego se había apoderado de mí. Permanecí erguido, victorioso dentro de Fanny. Luego, sin perder mi postura, en ese extraño desorden de tres cuerpos entremezclándose, cruzándose, cabalgando uno encima de otro, conseguí agarrar con fuerza los muslos de la condesa, y abrirlos por encima de mi cabeza (…) Gamiani me comprendió e inmediatamente pude colocar una lengua activa, devoradora, en su parte ardiente (136).

La profunda crítica de Musset a la doble moral y la exaltación de los placeres de la carne es también una profunda lucha entre los deseos del sujeto y el orden como representación simbólica de la institucionalidad desde lo que debe ser correcto y lo que de acuerdo a la mitificación de la razón se ubica en la periferia, tanto de la centralidad cultural como del cuerpo institucionalizado, desubjetivado, pero agazapado en los rincones de sus deseos, presto a recuperar su condición de sujeto liminal, moviéndose sigilosamente entre las sombras.

Hacia 1850 el poeta Theophile Gautier, en su “Carta a la presidenta”, parado en la orilla del romanticismo al igual que Musset, exalta lo erótico evadiéndose tras el humor, otro refugio del ocultamiento, mediante el cual se escapan al señalamiento de procaz, perverso, degenerado, digno del panóptico. Por lo tanto, el discurso estético, que trasciende a otras esferas de la vida cotidiana no se aparta en lo esencial de los que le preceden. Bajo la enunciación erótica el filo de la navaja adquiere agudo filo:

Esto es todo lo concerniente a Ginebra, la patria del señor Créspin y del señor Jaboto, de quienes el gobierno ha tomado su estilo. En cuanto al resto, ni un solo pene hallamos en las paredes; probablemente todos estén en los coños de sus propietarias, si es que pueden llamarse coños a esas máquinas de hacer relojes, que las protestantes pasean entre sus descarnados muslos, bajo ese miserable ramillete de pelo (Gautier, 2014: 175).

Tampoco se alejan de este territorio escritores como Leopold von Sacher- Masoch, Pierre Louys, Guillaume Apollinaire, Roger Martin Du Gard, Paulie Reage, autores que transitan desde el siglo XVII hasta el siglo XX, construyendo una ruta que se concreta en el romanticismo literario donde el “bello sexo” se convierte en depositario de lo sutil y delicado a ser seducido y objeto de transgresión. Debe resaltarse, sin embargo, que lo a transgredir cierra sus puertas a lo público y su práctica se reduce a los aposentos de lo privado y lo íntimo, estableciéndose una clara evidenciación de las fronteras entre el espacio antropológico y el cuerpo como territorio objetivado de la transgresión.

II

Occidente, sin duda alguna, luego de beber de las fuentes de las distintas culturas del mundo ha impuesto, en los países que están en sus dominios, tanto su estandarización como su homogeneización a partir de lo que se ha denominado industria cultural universal. El amor como idealización de las pasiones y deseos institucionalizados, reivindicación de la sexualidad en el marco de lo aceptado, lo correcto y negación de cualquier manifestación que pueda develar los oscuros intersticios de lo instintivo descentraliza la experiencia erótica.

La sexualidad, por fuera del relato occidental, esto es, al margen de las convenciones construidas en espacialidades no convencionales, fuera de los centros de poder, es percibida como salvaje e impropia, mientras los aromas ensoñados de las perfumerías parisinas que sirven de manto para tapar “todo lo horrido, todo lo pútrido” de los cuerpos que deambulan por las riveras del Sena sucumben al Sándalo y a los benjuíes escapados de los milenarios templos sagrados de Visnú, Chiva o Buda. Y de las entrañas de las tradiciones orientales es posible vivir la experiencia de los sentidos a través de los “Cuentos macabros” de Junichiro Tanisaki o la delirante sublimación de un mundo híper- relatado en los confines de la soledad y la cotidianidad como ilusión trágica de “La Casa de las bellas durmientes” de Yasunari Kawabata.

Lo erótico en el Premio Nobel de Literatura japonés, más que relatar acontecimientos, nos construye un sujeto que emerge de las profundidades de su intrasubjetividad, cargado de tradiciones y envuelto en un halo de nostalgia que enfrenta un combate con el tiempo, el tiempo del sujeto que deviene de la intimidad y establece un dialogo consigo mismo y un murmullo con el “otro”. La “Casa de las bellas durmientes” nos muestra un personaje, Eguchi, quien se sumerge en el oscuro universo de una casa de citas donde la vida corría paralela a la muerte. Había llegado al lugar porque un amigo, el viejo Kiga, hombre más viejo que él, lo había llevado de mano de la curiosidad.  Sin embargo, este se debatía en los márgenes de una edad que consideraba era distinta a la de los otros visitantes. Tenía sesenta y siete años, lo que lo ponía más acá del tiempo de proximidad a la muerte, en cambio quien le había hablado de la casa “era tan viejo que había dejado de ser hombre” (Kawabata, 2015:12).

La casa era un espacio de ritualización donde los ancianos, como oficiantes, acudían al encuentro de jóvenes mujeres que los recibían tendidas en la cama de una habitación y con quienes solo establecían una relación de distante respeto. La cercanía de los cuerpos no interrumpía el sueño de las mujeres puesto que permanecían bajo los efectos de un fuerte narcótico. Jamás los hombres las veían fuera de aquel estado de somnolencia. Ellas no llegaban a conocer al hombre que había pasado la noche a su lado.

El dialogo se establecía a partir de los cuerpos desnudos. Abandonados unos a la placidez de los sueños repetidos y el otros, los ancianos, retornando a sus viejos recuerdos: rostros idos para siempre, amores tormentosos. La administradora de la casa cuenta que algunos caballeros decían que tenían sueños felices cuando venían aquí, otros recordaban lo que sentían cuando eran jóvenes (2015: 12-13). Cada mujer a quien contemplaba dormida y ofrecida en toda su desnudez, distinta siempre, le ofrendaba, con sus olores, la textura de su piel o el color de sus cabellos, un viaje al pasado.

“En memoria de mis putas tristes”, Gabriel García Márquez, homenajea a Kawabata haciendo una lectura de “La casa de las bellas durmientes” y en espacios totalmente diferentes resignifica la casa y construye un sujeto instalado en otras tradiciones. La historia comienza con una llamada que un viejo cliente de una casa de citas hace a su amiga la proxeneta Rosa Cabarcas, con el fin de que le consiguiera una niña virgen para celebrarse su cumpleaños número noventa. La prisa con que solicita la encomienda hace casi imposible su cumplimiento, sin embargo, empleada a fondo, la dueña de la casa lo llama para informarle que finalmente, y después de muchas vueltas, logró complacerlo, solo que el precio se había elevado dada las afujías de dicha urgencia pues “Los únicos Virgos que van quedando en el mundo son ustedes los de agosto”.

Hecho un mar de nervios, el hombre se dirigió a la casa de Rosa Cabarcas a cumplir con la cita. Ya dentro del auto los recuerdos fueron apareciendo como si hubiesen concertado una cita impostergable. Su vida como columnista de un importante diario de la ciudad y traductor de lenguas muertas; el retrato de los viejos trabajadores que reposaba en la oficina del director del periódico y el cual, alguien haciendo gala del más caustico humor, había ido marcando con una equis las fotos de quienes habían muerto. Solo faltaban cuatro, entre esos él.

Se bajó del auto antes de llegar al lugar con el fin de no generar sospechas, pero como si portara un aviso anunciando su lugar de destino, en el camino, alguien le advirtió que la casa de Rosa no era la misma de antes y un borracho que se arrastraba por el suelo le gritó: ¡“Adiós, doctor, ¡feliz polvo”!

Al llegar a la casa, Rosa Cabarcas, después de algunas bromas sobre su fama de bien dotado: “Hasta donde me acuerdo tenías una tranca de Galeote, me dijo. ¿Cómo se porta? Me escapé por la tangente: lo único distinto desde que no nos vemos es que a veces me arde el culo. Su diagnóstico fue inmediato: falta de uso”, lo dirigió al cuarto donde lo esperaba la niña dormida, bajo los efectos de una alta dosis de valeriana que le había dado para que calmara los nervios. Durante toda la noche el hombre de dedicó a contemplarla e incluso estableció en silencio una comunicación que le abrió las puertas a la nostalgia. Cada parte de su cuerpo lo llevó de los brazos de su madre a los tiempos en que no le perdonaba a su criada Damiana cuando se agachaba a lavar la ropa para penetrarla por detrás. El día llegó sin haber penetrado a la niña, pero se sintió feliz de haber descubierto otra forma de darle rienda suelta a los placeres de la carne.

Tanto el enunciante de la Casa de las bellas durmientes como el de Memorias de mis putas tristes se caracterizan por enunciar desde sus cuerpos envejecidos. Desde este signo, el oriental se negaba a tener la edad de quienes acudían a la casa, mientras el anciano periodista aceptaba su edad. En segunda instancia, la edad de Guchi era medida en la intrasubjetividad, estableciendo un monologo interior en cambio la del nonagenario se producía en el marco de las relaciones intersubjetivas, esto es, los compañeros de trabajo, fundamentalmente, lo evidenciaban permanentemente, bajo el ropaje del humor o la sátira; su mismo oficio lo había ido relegando. Los signos del tiempo traducidos en nuevas tecnologías e imaginarios de mundo lo habían condenado al ostracismo. Sentir que aún se estaba vivo implicaba emprender una nueva aventura, y el cuerpo desnudo y en estado de ensoñación de la niña le permitieron develar su tragedia presente e ir y venir a sus años de juventud, cuando, como en el animal de Borges, vivía “La eternidad del instante”.

Ambos personajes se encontraron en el espacio de la piel, lo penetraron con sus miradas y se comunicaron en los tiempos idos. El oriental fue acusado de promiscuo, con un poco de sarcasmo por parte de la dueña de la casa quien siempre le proporciono otros cuerpos, pues nunca repitió, con otros olores y otras rutas de escape al pasado. El nonagenario no aceptó que le cambiaran a su niña, pues ella sola se bastaba para recorrer el territorio de sus recuerdos.

Un día, ambos son sacados de sus recuerdos por efecto de la tragedia: el viejo Eguchi descubrió el cuerpo sin vida de una de las muchachas con quien había compartido la noche y, a su vez, el nonagenario fue despertado a media noche por la proxeneta, quien le pidió ayuda para vestir a un hombre a quien habían asesinado de varias puñaladas dentro de la casa.

El final de estos dos lectores de los discursos del cuerpo, adoradores de las pieles tersas y fragantes de aquellas jóvenes mujeres que se entregaron dormidas sin conocer las miradas penetrantes y envejecidas de sus moribundos clientes, quienes creyeron evadir a los dioses, aunque noche a noche, al acudir a las casas de Las bellas durmientes y de las Putas tristes de Rosa Cabarcas… Solo estaban volviendo sobre sus propios pasos, tras las huellas de voces olvidadas en los aposentos más ocultos de su viril nostalgia.