La Mano de Dios de Maradona y el Nacimiento de la Posmodernidad.

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No sé cuál es el encanto que tienen al ver once pelotudos corriendo detrás de una pelota, decía mi abuelo Moisés, luego de que el barrio entero dejara escuchar ese grito que no salía de la garganta, ni del pecho sino de las entrañas cuando la selección de Brasil enloquecía a Inglaterra, digo a su selección, con su juego bonito- me curo en salud por si el Borges que habita mi memoria preguntara: y es que estaban en guerra?- y aquel hombre venido de las profundidades de la favela Edson Arantes do Nascimiento, quien había despreciado su primera noche con Xuxa, la hiperbórea rubia, porque era virgen, pero cuando penetraba el arco, por más cerrado que estuviera, nos hacía estallar en un orgasmo prolongado, era el mismo rey Pelé, quien alzaba con su brazo oscuro y robusto el máximo trofeo del futbol mundial.

    Crecí entre la racionalidad de un hombre que nunca puso un pie en la academia ni conoció a Kant, pero que en un acto de profundo amor, desmitificando la razón,  fue a verme jugar aquel partido  de la final del campeonato interbarrial de gorriones en el que el entrenador me dejó jugar cinco minutos, estoy seguro, por pena con aquel anciano a quien conocía desde ese día en que intentó convencerlo de que el deporte hacía mejores gentes y éste, clavándole la mirada como con el filo de una aguja punto 50, de las que Juana solía lanzar en el Estadio Municipal,   le replicó: como usted habrá notado soy el mejor y no he jugado ninguno. Terminado mi chance, cuando salí del campo de juego escuché algunas voces que entre sonrisas murmuraban: gracias a Dios sacaron esa maleta.

     Ese domingo fue debut y despedida, el diez del equipo contrario había jugado como jamás lo había hecho alguien de tan corta edad, su gambeta era endiablada, los rivales quedaban regados en su recorrido e incluso se dio el lujo de llegar hasta el arco contrario y, luego de driblar al arquero, colocó el balón en toda la raya de gol y se sentó sobre el mismo mientras señalaba sus genitales; fue cuando comenzó la gresca, las piedras lanzadas por los hinchas atravesaban el campo y de vez en cuando daban en el blanco. La reina de mi equipo, a quien le habían hecho con mucho esmero un peinado faraónico y portaba entre sus manos un ramo de flores rojas y una banda que cruzaba sus pechos con una inscripción que decía: Reina de los once amigos, fue alcanzada por una piedra gigante de esas que dios se esmeró en hacerle afiladas puntas. La sangre cubrió su vestido de satín blanco. La retirada se produjo entre gritos insultantes y una apocalíptica lluvia de piedras.

     Mucho tiempo después supimos que, al igual que el Puntero izquierdo de Benedetti, aquel diez se había burlado de la promesa de hacerse el lesionado a cambio de un dinero ofrecido por nuestro entrenador. Desde ese día, en vez de la diatriba que esperaba, como si hubiera entendido definitivamente el juego de las emociones, abuelo apretó sus labios y calló para siempre. Entonces, supe que me había dejado a la deriva. Debía comenzar a jugar mi propio partido.

     Todo esto sucedió mucho antes de que el futbol le hiciera un drible a la ética. Justamente cuando la trampa se volvió el camino real para darle un entierro de tercera a la virtud, esa que los griegos consideraban necesaria para habitar Atenas y según el Zeus de Protágoras: que al incapaz de participar del honor y la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad. Después, la ciudad planetaria fue tomada por sorpresa por un pequeño hijo de los extramuros, quien había crecido gambeteando la vida en un país donde la dictadura militar había hecho gala de su mano siniestra para desaparecer contrarios,  ganar un mundial en el patio de la casa y hacer una guerra que comenzó perdida; el mismo país donde habían venido al mundo El Aleph, La casa tomada y El túnel y por defecto de fábrica Videla, Viola y Galtieri, vio como ese enano gigante entraba a disputarle el balón al arquero de Inglaterra y con su aséptica mano izquierda cómo lograba que el balón cortara el aire a la velocidad en que la retina tarda en abrevar el esférico, rompiera la malla y desfilara por su mente la imagen de los jóvenes soldados cayendo asesinados por la artillería inglesa en las heladas aguas de las Malvinas. Sin embargo, no jugué el partido- confesaba Maradona- pensando que íbamos a ganar la guerra, pero sí que le íbamos a hacer honor a la memoria de los muertos. Los argentinos celebraron desatando el dolor y la rabia contenidos por el tiempo pasado en la oscuridad del Túnel mientras el resto del mundo se regocijó al reconocerse más en el espejo de la trampa que en la estética del gol. 

     Atrás había quedado la mano de Dios de Miguel Ángel, entre las paredes grises de los museos y las salas de los coleccionistas, mientras los fanáticos del mundo abrían paso a la mano de Dios de Maradona, entre canticos rituales y gritos prolongados vaciándose en los estadios del planeta.  Ese gol de mano dejó al descubierto una sociedad que desde las postrimerías de la Segunda Guerra adoptó una manera de ser y estar en el mundo. Los jóvenes del mayo francés del 68 y el viejo Lyotard fueron quienes dieron el parte de que la modernidad por fin había pasado a mejor vida. Pero sin duda, fue en el Azteca de México donde ese 22 de junio del 86 el pequeño monstruo de Lanús señaló con su Mano de Dios, aquella mano poderosa y sin escrúpulos el advenimiento de un mundo sin reglas, la posmodernidad.